Cuento hasta tres y la rabia me empieza a subir por los pies. Un, dos, tres. Un hormigueo oscuro y doloroso. Imparable. Ya no puedo hacer nada. Poses, tonterias y los ojos brillantes. Creo una carpeta para luego borrarla. Una nueva carpeta. Estoy en el centro y voy como voy, soy como soy, hago lo que hago... Impotencia. A las palabras ni se las lleva el viento. No hay palabras. Agua y silencio. Minutos y segundos. Destrezas olvidadas. Me acelero y, en esto, no hay torpezas. ¿El robot es ya una bola de chatarra?
Sigo y no paro. ¿Por dónde? Voy. ¿Curiosidad? (risas). La confidencia vía teléfono fue caprichosa, sorprendente y color tomate (de lata).
Culpa. La terrible culpa que me mira fijamente y niega con su cabeza ovalada. Qué cruel es mi culpa. La odio.
Y todo lleva a lo mismo.
El bien y el mal.
Parece que todo se concentra ahí.
En una linea asquerosa, que me la imagino roja láser.
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